15/12/10

No tengo que forzar a la poeta, que no soy yo sino que es otra,  ya sé, me lo dijeron un par de miles de veces mientras caminaba por tus libros, sorbía de tus dedos y galopaba tus sueños, mientras masajeaba tus ideas, rimaba con tus ojos y escondía tus pies. Me lo dijeron, y se sabe que cuando te lo dicen tenes hacerlo. Así me enseñaron. Y siempre lo cumplí al pie de la letra, créeme, pero hoy quiero. Quiero forzar a la poeta.
Quiero exprimirle con una juguera gigante - porque la poeta es, de hecho, gigante - todos esos adjetivos que vomitó una vez y nunca más, esas curvas de eses y rectas de tes, y robarle cinco eufemismos, extirparle ocho metáforas y cincuenta verdades. 
Ahí viene.
Silencio.


No pude.
Con un arco iris en el ojo izquierdo y una manopla gigante
salgo a caminar por la plaza zigzagueando entre cadáveres no tan exquisitos y árboles de corazón.
Plácida Dominga corta los picos de los loros que cantan Divididos
mientras que tu mamá bebe del elixir sagrado de un charco que piso una vez un Dios.
Mis binoculares me dejan ver que la Luna no está tan lejos como pensaba
y que la bombacha de Plácida es fucsia con ositos
y que vos estás ahí y yo un poco también.